viernes, 13 de mayo de 2011

El primer umbral...

El primer umbral... by Atonaltzin Ipalnemohuani











El primer umbral.
      Días de penumbra húmeda que sofoca las vías respiratorias, que escurre por la frente y por el surco de la espina dorsal adherida al forro del asiento manufacturado con una vergonzosa imitación de piel. La polución del aire se impregnó en su cuerpo desde el primer umbral, cuando sus pupilas se contrajeron violentamente al ser agredidas por el resplandor de la mañana que, con la banda sonora del aullido de perros y el sonido repetitivo de los “ricos tamales oaxaqueños”, marcaba el comienzo de otro día concatenado en la cuenta larga de los últimos años envueltos en rupturas, fracasos y destrozos. Esa mañana, sin embargo, tras soplar las doradas motas de polvo que se agitaban frenéticamente con el movimiento de los brazos que enrollaban la persiana, se sentía trasminado por una euforia silenciosa, importada desde los últimos espasmos oníricos de la madrugada, los más profundos, los más intensos y nítidos de donde aún conservaba ciertas texturas y sonidos casi vocales que trataba de descifrar. Centró su atención en el cristal sucio de la ventana y en el reflejo sutil y naranja que de manera tímida, delineaba su silueta con la luz de un sol aún adormilado. En éste segundo umbral, con el reflejo de aquel cuerpo medianamente avejentado pero aún del todo suyo, recobró un sentido de pertenencia de sí mismo, de sus euforias, alegrías, dolores y demoliciones que iban surcando las líneas de su rostro y barbechando la placidez de su conciencia. Se vistió y salió a la calle.
      La tormenta del día anterior había dejado sus huellas en los innumerables espejos tendidos sobre la acera y el asfalto, pequeños ojos de quien quiere ver a través de ellos las minuciosas delicias de las diminutas cosas, las irrepetibles, las más insignificantes y a su vez fundamentales. Ojos especulares que miran al cielo mientras lentamente se evaporan, extinguiendo la posibilidad de coleccionar aquellos momentos transversales. Hace algún tiempo, él coleccionaba cada uno de estos momentos cuando tenía la oportunidad, recogía los del suelo y los que quedaban escondidos en las gotas de agua atrapadas en hojas y pétalos vegetales. Pero poco tiempo atrás se fue olvidando de hacerlo, paulatinamente dejó de mirar hacia dentro desde las superficies convexas y reflejantes postradas frente a él, fue dejándolas evaporar mientras se llevaban consigo los aromas frescos de cada mañana y las rutas introspectivas que le permitían hurgar dentro de sí para liberarse hacia el exterior. Había perdido ya memoria del día que la saturación de colores comenzó a diluirse en su mundo, a escurrirse con la transpiración de su propia ansiedad, sacrificada en su necia adicción por las causas perdidas y en el entierro de su nombre. 
      Al reencontrase distorsionado en esos reflejos, levantó la mirada y trató de buscarse en otro tipo de espejos, en los ojos ensimismados del ir y venir de la gente que brillan tenues como el rocío urbano cargado de polvo y contaminación. Miradas de inocencia y mezquindad, de ira y complacencia, de miedo, angustia, olvido y soledad, aunque rara vez, de alegría o fortaleza. Una sociedad desgarrada, un mundo resquebrajado en inseguridad, pánico y violencia, tras cuya tormenta, él aún confía en nuevamente confiar, en reencontrarse en los ojos que miran al cielo perdidos en los relieves del mundo, en los rincones de miles de microhistorias que quedarán desperdigadas después de la tempestad. Ahora sus ojos buscan y encuentran otras miradas olvidadas de sí, para reencontrarse a sí mismo y poder volver a mirar…