lunes, 23 de mayo de 2011

Epístolas del reencuentro I






Anáhuac, 23 de mayo de 2011



Estimado señor Atonaltzin:


    Ante todo espero que estos días soleados y de temperatura estable le conforten el ánimo marchito y le regalen frescas alegrías, renovadas tras la limpieza de las esporádicas lluvias vespertinas. Reciba así mis más cordiales saludos. Lamento el tiempo que ha pasado sin que podamos cultivar esta relación fraternal en cuya distancia han quedado suspendidas las palabras necesarias de aliento y consejo en los momentos más difíciles, al igual que aquellas de cómplice entusiasmo en los festejos, por muy escasos que éstos hayan sido hasta ahora. 

    Así, en esta breve misiva le entrego mi deseo de reencuentro, acompañado de algunos cuantos consejos que por muy duros que puedan parecer, deben ser dimensionados en el fraternal vínculo que nos une y en la preocupación que éste, su leal amigo, siente por su persona. Debe saber que por prolongada que nuestra distancia haya sido en el tiempo, la profundidad de nuestra amistad me ha mantenido al tanto de sus intentos, logros y fracasos. He visto de cerca cada uno de sus movimientos, su cansado andar mientras arrastra consigo los escombros de cada sueño demolido. Ante esto le digo lo siguiente:


     Los sueños, son sólo materia inerte sobre la que se construyen anhelos, pero nunca deben constreñir la realidad de los hechos sobre los que se erigen. Es por esto que, en su errante trasiego en el que descarna cada vez más su ya menguada figura, le sugiero guardar sus palabras, morderse las ganas, enfriarse la nuca y el pecho. Le recomiendo también mantenerse al acecho de sus propios anhelos, ingenuos deseos que al menor descuido se le escurren por la mirada. Le propongo hacer más caso a sus temores, otorgar coherencia y fundamento a sus rencores, apretar los dientes cada vez que aquel dulce latir cruce el umbral de su garganta, en esa necia y por demás pueril búsqueda de melodía y ritmo, siempre al compás de aquella otra mirada. Le sugiero contener la respiración cuando la marea de cristalinas mentiras y turbias verdades inunde su cotidiano, incluso si arrastrara su derruida y agrietada humanidad hasta los parajes más inhóspitos de la sensatez humana. Y si por algún motivo cree poder morir en el intento, disfrute la vida en la exhalación de su último aliento antes de que se extinga la flama.


    Entienda que la vida no es otra cosa que los dolores que se padecen mientras uno muere, es eso que está aquí y ahora, ese instante efímero que muere al nacer, que sofoca la agonía de mirar hacia el frente y no encontrar más que polvo, de mirar hacia atrás y sólo encontrar huellas sobre el polvo. Nada de lo que le rodea es suyo, tampoco lo fue y quizá nunca lo será. Lo único sobre lo que puede afirmar propiedad son sus ideas, agonías, alegrías, angustias y temores. Protéjalos, ámelos, envuélvalos en su regazo y nútrase de ellos como si su ombligo estuviera anclado a los mismos. Al intentar compartirlos, éstos solo contaminarán la búsqueda que cada persona que le rodea emprende por sí misma y, en el más extremo de los casos, le entregará al enemigo, al amante o al mejor de los amigos, el instrumental dispuesto para brindar el favor de la eutanasia.


     Tenga por favor en cuenta que, todo lo que diga, sienta, anhele y ame, puede ser (y será) usado de manera inmediata y contundente en su contra.

   Por ahora dejo hasta aquí mis pensamientos transcritos, en espera de su pertinente respuesta.


      Con afecto y simpatía. Su más sincero amigo,


Ipalnemohuani







viernes, 13 de mayo de 2011

El primer umbral...

El primer umbral... by Atonaltzin Ipalnemohuani











El primer umbral.
      Días de penumbra húmeda que sofoca las vías respiratorias, que escurre por la frente y por el surco de la espina dorsal adherida al forro del asiento manufacturado con una vergonzosa imitación de piel. La polución del aire se impregnó en su cuerpo desde el primer umbral, cuando sus pupilas se contrajeron violentamente al ser agredidas por el resplandor de la mañana que, con la banda sonora del aullido de perros y el sonido repetitivo de los “ricos tamales oaxaqueños”, marcaba el comienzo de otro día concatenado en la cuenta larga de los últimos años envueltos en rupturas, fracasos y destrozos. Esa mañana, sin embargo, tras soplar las doradas motas de polvo que se agitaban frenéticamente con el movimiento de los brazos que enrollaban la persiana, se sentía trasminado por una euforia silenciosa, importada desde los últimos espasmos oníricos de la madrugada, los más profundos, los más intensos y nítidos de donde aún conservaba ciertas texturas y sonidos casi vocales que trataba de descifrar. Centró su atención en el cristal sucio de la ventana y en el reflejo sutil y naranja que de manera tímida, delineaba su silueta con la luz de un sol aún adormilado. En éste segundo umbral, con el reflejo de aquel cuerpo medianamente avejentado pero aún del todo suyo, recobró un sentido de pertenencia de sí mismo, de sus euforias, alegrías, dolores y demoliciones que iban surcando las líneas de su rostro y barbechando la placidez de su conciencia. Se vistió y salió a la calle.
      La tormenta del día anterior había dejado sus huellas en los innumerables espejos tendidos sobre la acera y el asfalto, pequeños ojos de quien quiere ver a través de ellos las minuciosas delicias de las diminutas cosas, las irrepetibles, las más insignificantes y a su vez fundamentales. Ojos especulares que miran al cielo mientras lentamente se evaporan, extinguiendo la posibilidad de coleccionar aquellos momentos transversales. Hace algún tiempo, él coleccionaba cada uno de estos momentos cuando tenía la oportunidad, recogía los del suelo y los que quedaban escondidos en las gotas de agua atrapadas en hojas y pétalos vegetales. Pero poco tiempo atrás se fue olvidando de hacerlo, paulatinamente dejó de mirar hacia dentro desde las superficies convexas y reflejantes postradas frente a él, fue dejándolas evaporar mientras se llevaban consigo los aromas frescos de cada mañana y las rutas introspectivas que le permitían hurgar dentro de sí para liberarse hacia el exterior. Había perdido ya memoria del día que la saturación de colores comenzó a diluirse en su mundo, a escurrirse con la transpiración de su propia ansiedad, sacrificada en su necia adicción por las causas perdidas y en el entierro de su nombre. 
      Al reencontrase distorsionado en esos reflejos, levantó la mirada y trató de buscarse en otro tipo de espejos, en los ojos ensimismados del ir y venir de la gente que brillan tenues como el rocío urbano cargado de polvo y contaminación. Miradas de inocencia y mezquindad, de ira y complacencia, de miedo, angustia, olvido y soledad, aunque rara vez, de alegría o fortaleza. Una sociedad desgarrada, un mundo resquebrajado en inseguridad, pánico y violencia, tras cuya tormenta, él aún confía en nuevamente confiar, en reencontrarse en los ojos que miran al cielo perdidos en los relieves del mundo, en los rincones de miles de microhistorias que quedarán desperdigadas después de la tempestad. Ahora sus ojos buscan y encuentran otras miradas olvidadas de sí, para reencontrarse a sí mismo y poder volver a mirar…